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25 de maig de 2013
Marcos Ordóñez
Función desigual con grandes momentos de 'Barcelona',
ambientada en los bombardeos de 1938
Dirigida por Pere Riera, sobresalen los trabajos de Emma
Vilarasau, Míriam Iscla y Pepa López
foto : Míriam Iscla, izquierda, y Emma Vilarasau, en una escena de
Barcelona. / DAVID RUANO
Hay días que dan mucho de sí. En Barcelona, el creciente
éxito del TNC (Teatre Nacional de Catalunya) barcelonés, que transcurre durante
el 17 de marzo de 1938, el dramaturgo y director Pere Riera ha conseguido
mechar una crónica de la vida cotidiana bajo los bombardeos fascistas con un
debate ideológico, dos protagonistas femeninas que parecen salidas de una
comedia de Coward, un puñado de bailes y canciones que bordean el musical, y un
rosario de peripecias que en su último tercio decantan peligrosamente la trama
(o gozosamente, según se mire) hacia los desaforados senderos del melodrama
mexicano.
La acción transcurre en una mansión de la zona alta saqueada
por la FAI, que ya acabó con el padre de la familia, un industrial progresista.
Los Vila llevan dos años de duelo y penurias, a los que ahora se suman los
inesperados y salvajes ataques de la aviación italiana. Los hombres de la casa
son un viejo y un niño: el abuelo Joan (humanísimo Jordi Banacolocha), animoso
y comprensivo pero cada día más cansado, y el nieto, Tinet (Carlos Cuevas, un tanto
envarado), que quiere alistarse para marchar al frente. En la casa manda Núria
(Míriam Iscla), la endurecida e imbatible viuda, secundada por la estupenda
Nati (Pepa López), que se ocupa de la intendencia. Hay una hija adolescente,
Victòria (Anna Moliner, discreta), personaje de tan relativo interés como su
hermano pero, a cambio, revestida de un hondo misterio: cuesta discernir cómo
ha logrado enamorarse del cenicísimo Ramon (Joan Carreras), de quien luego
hablaremos. Sebastià Brosa, responsable de la escenografía de La Chunga, ha
hecho aquí otro brillante trabajo; también merecen aplauso el vestuario de
Georgina Viñolo y la luz de David Bofarull.
Barcelona no acaba de despegar hasta la mitad del primer
acto, con el regreso de la arrolladora Elena (Emma Vilarasau), amiga íntima de
Núria, que viene de París, donde ha triunfado como actriz, para (al parecer)
celebrar el cumpleaños de Tinet. La intendenta Nati es un personaje muy sabio,
muy bien dibujado, que Pepa López interpreta con maestría, pero Elena y Núria
son el rotundo motor de la función. Núria rebosa amargura por todo lo que ha
perdido y vive con una permanente coraza, pero tiene un ingenio a prueba de
bombas (nunca mejor dicho), y Elena es un trueno centelleante y libérrimo que
electrifica lo que toca. Los diálogos de ambas, picados y sarcásticos (“Reír es
otra manera de enseñar los dientes”, dice Elena) echan chispas: están
formidablemente escritos y, lo mejor, nos devuelven el espíritu de la ciudad
abierta y cosmopolita que Sagarra describió en Vida privada. Hay una química
sensacional entre las dos actrices: Emma Vilarasau deslumbra y Míriam Iscla
atrapa y no suelta el papel de su vida.
El epílogo, una bomba sentimental de gran onda expansiva,
pone cada noche en pie al público del Nacional
Tenemos a dos hombres “visitantes” y, para mi gusto,
excesivamente opuestos, a un paso del maniqueísmo. Pep Planas está impecable
como el pintor Simó, amigo de la familia y tan colado por Núria como por Elena,
pero es que así se las ponían a Fernando Séptimo: es un tipo encantador,
enamoradizo, sonriente, comprometido, sin una pega, el “héroe positivo” de las
funciones de antes. A Joan Carreras, actor eminente, le toca pechar, en cambio,
con el muy desagradecido personaje de Ramon, que acumula negritudes como quien
atesora bonos basura: resentido, derrotista, presto a pasarse al otro bando
(ese bigote es muy sospechoso), con frases trilladísimas (en una obra sobre la
guerra civil deberían estar prohibidas las referencias a Caín y Abel) y una ida
de olla que hay que verla para creerla.
En la primera parte relumbran dos “escenas servidas”: el
momentazo en que Elena se lanza a representar (en francés) un pasaje de la
Fedra de Racine, salpimentado de recuerdos de su vida parisina (la Vilarasau
está que se sale, pero el fragmento es un poco largo) y la clausura del acto,
cuando empieza el bombardeo y la familia, liderada por el abuelo, aguanta a pie
firme, cantando a coro La santa espina. Está un pelo forzada esa escena. Riera
la ha calzado muy bien argumentalmente, porque viene justo después de un bonito
parlamento del abuelo evocando la Barcelona de preguerra, sus aromas, sus
colores, todo lo que está yéndose al infierno. La santa espina es un himno en
Cataluña y emociona muchísimo (a mí me emociona hasta escuchada en un
ascensor). Emociona tanto que quizás por eso hubiera quedado mejor una canción
más neutra, no tan “de efecto seguro”, pero en fin: a todos nos encantan esas
obras inglesas en las que cantan en grupo Keep the homefires burning durante el
“blitzkrieg”. Hablando de música: hay mucha. Se baila y se canta un montón. Hay
escenas en las que queda muy claro que la música les une y les ayuda a olvidar
el horror, y otras en las que fatiga un poco, como cuando Victòria le canta a
su hermano una canción escrita para él. La balada tiene corazón y al mismo
tiempo me echa para atrás. Me parece que quintaesencia al personaje: más buena
que el pan, pero marisabidilla hasta decir basta. Tampoco me convence cuando
los hermanos intentan emular, sin suerte, a Josephine Baker y Jacques Pills en
Ram Pam Pam. Brotan con naturalidad, en cambio, el baile de Joan y Nati que
abre la obra, o el cuplé Els focs artificials, una explosión de alegría de
Elena y Victòria, o el tangazo (Por una cabeza) que cierra, a lo grande, la función.
La última parte, centrada en la fiesta de cumpleaños, tiene
una cumbre, el tan esperado careo entre las dos amigas, donde surge todo lo que
no se habían dicho desde que la guerra las separó, y dos problemas, uno de
estructura y el otro de tono. El primero es una cierta sobredosis del clásico
recurso “Ahora nos vamos al jardín para que podáis hablar a solas”. Lamento no
poder pormenorizar el segundo, y me agradecerán que no lo haga. Su detonante
(que me limitaré a llamar “el episodio del piano caníbal”) es tan pasmoso que
me quito el sombrero ante la audacia de Pere Riera, pero convierte lo que
pretendía ser un colofón trágico en dramón azteca, como decía al principio,
aunque me malicio que a don Luis Buñuel le habría hecho salivar, porque Joan
Carreras parece el hijo perdido de Arturo de Córdova. El epílogo, una verdadera
bomba sentimental de gran onda expansiva, pone cada noche en pie al público del
Nacional, que también aplaude el talento del dramaturgo y la entrega de los
intérpretes.
Barcelona. Escrita y dirigida por Pere Riera. Intérpretes:
Emma Vilarasau, Míriam Iscla, Pepa López y Jordi Banacolocha, entre otros.
Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona. Hasta el 22 de junio.