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16 de juliol de 2013
Marcos Ordóñez
foto : Escena del musical 'Merrily We Roll Along', que se
representa en el Harold Pinter Theatre, de Londres / TRISTRAN KENTON
El musical Merrily We Roll Along triunfa en Londres en
montaje dirigido por Maria Friedman
Los críticos
londinenses le han puesto palio, alfombra roja y diluvio de estrellitas al
revival de Merrily We Roll Along, el clásico de Sondheim & Furth, dirigido
por Maria Friedman, que se está representando en el Harold Pinter Theatre. Han
escrito que es el mejor musical visto en el West End en años, lustros, décadas.
“De esta o cualquier otra era”, llega a decir, hiperbólico, The Independent.
Lamento disentir de tan alto coro: venero esa partitura, pero el montaje de
Maria Friedman no me ha vuelto loco. Quizás tenía yo una mala tarde, pero me
pareció muy inferior a la extraordinaria puesta de Michael Grandage en el
Donmar Warehouse, hace 13 años, que los críticos, cosa curiosa, apenas
mencionan. Para cerrar ya el Departamento de Comparaciones Odiosas: Maria
Friedman ha optado por la versión del revival presentada en Off-Broadway en
1994 y bendecida por Sondheim. El autor manda, faltaría más, pero, ahora que
nadie nos oye, yo creo que es mejor la “versión Donmar”, con canciones como The
Hills of Tomorrow o Rich and Happy, que aquí han saltado. En fin.
Merrily We Roll Along se basa en la obra del mismo título de
Kaufman y Hart (1934). Se estrenó en Broadway en 1981 e, injusticia cósmica,
cerró a las dos semanas. Los críticos neoyorquinos dijeron que la estructura
era un lío. Tampoco tanto: la historia, desarrollada en nueve escenas, empieza
en 1976 y acaba en 1957. Cronología inversa se llama esa figura, y Sondheim
& Furth la utilizan, como es habitual, para partirnos el corazón: los
adultos amargados del principio fueron jóvenes llenos de esperanza, etcétera.
Mary Flynn (Jenna Russell) quería ser escritora y ha acabado, colmo de la
abyección, siendo crítica teatral y alcohólica, que a ojos de Furth parece que
va junto. De Charley Kringas (Damian Humbley) solo nos dicen que era un
letrista brillante y acabó siendo un resentido cósmico. Pregunta: ¿quién tiene
la culpa de todo? Respuesta: Franklin Shepard (Mark Umbers), el líder del trío,
compositor lleno de talento que abandonó a esposas y amigos y vendió su alma al
vil metal de Hollywood. ¿Y no cabe la remota posibilidad, señores del jurado,
de que Mary y Charley se hayan labrado una buena parte de sus propias ruinas?
Pues va a ser que no.
Maria Friedman ha optado por la versión del ‘revival’
presentada en ‘Off-Broadway’ en 1994 y bendecida por Sondheim
La “versión Donmar”, que empezaba y acababa con la misma
escena, permitía especular con la posibilidad (muy a lo Company, primera
colaboración de Sondheim & Furth) de que todo fuera un viaje mental de
Franklin, y ya sabemos que el onirismo de madrugada propende al autozurriagazo
y al agrandamiento de maldades. La “versión 1994” put the blame on Frank y
punto pelota. ¡Difíciles mimbres para que los personajes te apasionen! Y cuando
comienzan a gustarte —o sea, de jovencitos— la obra se acaba: mal negocio. ¿Qué
es, pues, lo que te atrapa y te obnubila de Merrily? La prodigiosa partitura,
que se adapta como un guante de seda al espíritu (y la forma) del relato: las
líneas melódicas y los estribillos se esfuman, cambian y reemergen, creando una
atmósfera de circularidad, de continuo temporal. Para mi gusto llega más lejos
que el texto, con superior eficacia narrativa. Ejemplo: la hermosísima balada
Not A Day Goes By. La primera vez la escuchamos, desoladora, en boca de Beth,
que acaba de ser abandonada por Franklin; la segunda, seis años antes, en la
noche de bodas de ambos. Empieza como un dúo, en el que Franklin y Beth se
juran amor eterno, pero, sorpresa, pronto se transforma en trío: también la
canta Mary, desde su habitación solitaria, porque Beth va a casarse con el
hombre al que ella ama en secreto. Una misma canción, dos tonos, dos tiempos,
tres vínculos. ¿Se puede contar más con menos? Bueno, para eso se inventó el
musical y para eso Jehovah puso en la tierra al señor Sondheim.
Maria Friedman, que había interpretado el papel de Mary en
su estreno británico (Leicester Haymarket, 1992), ha debutado aquí como
directora.
La partitura es prodigiosa, se adapta como un guante de seda
al espíritu y la forma del relato
¿Qué es lo que no me ha gustado de su montaje? La
considerable fealdad de la escenografía y el vestuario, firmados por Soutra
Gilmour. Se diría que los decorados fueron concebidos para una gira por
provincias baratita, y los personajes parecen vivir en una eterna fiesta de
disfraces con premio al traje más atroz. Al principio te dices: “De acuerdo,
los setenta alcanzaron la cima del horror indumentario” (y el trofeo se lo
lleva la pobre Jenna Russell, que como la Mary del futuro parece Mama Cass
Elliott poseída por Pauline Kael), pero es que la fiesta beatnik de la segunda
parte todavía da más grima, y la escena de Modern Husbands, el musical con el
que se dan a conocer Shepard & Kringas (y que culmina con un It’s a Hit
algo gritado) hace pensar en una parodia en clave burlesque de Un americano en
París. Tratemos de olvidar todo eso, aunque no será fácil, y vayamos a lo
bueno. Jenna Russell, a la que había aplaudido como Sarah Brown en Guys &
Dolls y Dot en Sunday in the Park with George, borda Old Friends, Like It Was
y, por supuesto, Not a Day Goes By, donde también se luce Clare Foster (Beth).
Hubo merecidas ovaciones para Damian Humbley por su estupenda interpretación de
la endiablada Franklin Shepard Inc, con la que Sondheim tal vez quiso
homenajear a Frank Loesser. Josefina Gabrielle (Gussie, la segunda esposa de
Franklin) está muy bien en Growing Up, que canta en solitario y a dúo con Mark
Umbers, un Shepard atractivo y seductor, con muy bonita voz. Mi tema favorito
de la segunda parte (y casi diría que de todo el musical) es Good Thing Going,
esa maravilla casi en clave de bossa donde vuelven a lucirse Humbley y Umbers.
Me sobra un poco Bobby and Jackie and Jack, que da muy bien la época pero
parece un Cole Porter menor. Los tres protagonistas están muy bien en la escena
final, en la azotea de la Calle 110, esperando a que pase el Sputnik: aunque no
te acabes de creer que sean adolescentes, el momento tiene tanta belleza y la
canción —Our Time— es tan redonda que una legitimísima lágrima está servida.
Muy bien la orquesta: nueve músicos (en foso, cosa inusual) dirigidos por
Catherine Jayes, una veterana de Cheek by Jowl, que consiguen un sonido claro,
poderoso y con swing. Y parece, por cierto, que la producción viajará a
Broadway el próximo otoño.
Merrily We
Roll Along. De Stephen Sondheim y George Furth. Directora: Maria Friedman.
Intérpretes: Damian Humbley, Jenna Russell y Mark Umbers. Harold Pinter
Theatre. Londres. Hasta el 27 de julio.
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