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13 de febrer de 2009
Autor: Jean-Claude Brisville.
Traducción: Mauro Armiño.
Versión, dirección, espacio escénico y figurines: Josep-Maria Flotats.
Iluminación: Albert Faura.
Intérpretes: Josep-Maria Flotats y Albert Triola. Teatro Español. Madrid
JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN
Como hiciera en «La cena», donde reunía a Tayllerand y Fouché sobre el tablero de una Francia convulsa, Jean-Claude Brisville entreteje hábilmente los datos históricos y lo imaginado a partir de ellos para reconstruir el, al parecer, único encuentro que mantuvieron René Descartes (1596-1650) y Blaise Pascal (1623-1662), pensadores y hombres de ciencia con posturas enfrentadas en diversos asuntos filosóficos y, al tiempo, forjadores complementarios de las estructuras de pensamiento del hombre moderno. Fue el 24 de septiembre de 1647 cuando Pascal visitó a Descartes en el convento parisino de los Mínimos, poco antes de que, invitado por la reina Cristina de Suecia, el racionalista viajara a Estocolmo, donde fallecería tres años después.
Brisville plantea un festín de palabras iluminado por la luz de la inteligencia, puro verbo, una conversación amena sobre temas diversos -desde la guerra a las mujeres y con el justo sirimiri filosófico para que pueda ser seguida por públicos no especializados- entre el pensador maduro, moderado, epicúreo, educado por los jesuitas, que recuerda no sin nostalgia los excesos de su juventud, un punto socarrón y pagado de sí mismo tras una suerte de amable relativización de las certezas a machamartillo, y el joven apasionado, científico precoz, consumido a sus 24 años por el deseo de poseer la certeza infinita, que expresa sus simpatías por el jansenismo y al que se presenta como fundamentalista cristiano. El autor colorea los perfiles de ambos con detalles extraídos de sus biografías, como los apuntes sobre la frágil salud de Pascal, y se toma alguna licencia cronológica cuando, al interesarse Descartes, por sus estudios sobre el vacío, el joven pensador responde que ya no le atrae la ciencia y que se ha volcado de lleno en la filosofía y la teología, desapego y fervor que al parecer se produjeron años más tarde, en 1654.
El Descartes tolerante y ya de vuelta de todo resulta inevitablemente más simpático por su defensa del raciocinio optimista, un poco como el espejo ideal en el que nos gustaría vernos reflejados, pero tal vez el pensamiento pesimista de ese Pascal fieramente humano en su radicalismo esencial se acompase más con el latido de nuestro tiempo al subrayar la falibilidad del ser humano, lleno de contradicciones, grandioso y miserable a la vez, condicionado por razones que la razón no entiende.
Flotats culmina un montaje austero de limpieza exquisita, al que la suave y muy matizada iluminación de Faura otorga la densidad de un cuadro de La Tour, y cuyo texto suena muy bien en la traducción de Mauro Armiño. En la caracterización de los personajes parece haberse inspirado en la pintura del XVII, y él mismo, con su melena, mostacho y mosca, ajusta su perfil al del Descartes pintado en 1649 por Frans Hals. La esgrima verbal entre la razón cartesiana y la vehemencia de Pascal, convincentemente encarnado por Albert Triola, funciona escénicamente a la perfección, más allá de la lección de filosofía, como una lección de vida.
13 de febrer de 2009
Autor: Jean-Claude Brisville.
Traducción: Mauro Armiño.
Versión, dirección, espacio escénico y figurines: Josep-Maria Flotats.
Iluminación: Albert Faura.
Intérpretes: Josep-Maria Flotats y Albert Triola. Teatro Español. Madrid
JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN
Como hiciera en «La cena», donde reunía a Tayllerand y Fouché sobre el tablero de una Francia convulsa, Jean-Claude Brisville entreteje hábilmente los datos históricos y lo imaginado a partir de ellos para reconstruir el, al parecer, único encuentro que mantuvieron René Descartes (1596-1650) y Blaise Pascal (1623-1662), pensadores y hombres de ciencia con posturas enfrentadas en diversos asuntos filosóficos y, al tiempo, forjadores complementarios de las estructuras de pensamiento del hombre moderno. Fue el 24 de septiembre de 1647 cuando Pascal visitó a Descartes en el convento parisino de los Mínimos, poco antes de que, invitado por la reina Cristina de Suecia, el racionalista viajara a Estocolmo, donde fallecería tres años después.
Brisville plantea un festín de palabras iluminado por la luz de la inteligencia, puro verbo, una conversación amena sobre temas diversos -desde la guerra a las mujeres y con el justo sirimiri filosófico para que pueda ser seguida por públicos no especializados- entre el pensador maduro, moderado, epicúreo, educado por los jesuitas, que recuerda no sin nostalgia los excesos de su juventud, un punto socarrón y pagado de sí mismo tras una suerte de amable relativización de las certezas a machamartillo, y el joven apasionado, científico precoz, consumido a sus 24 años por el deseo de poseer la certeza infinita, que expresa sus simpatías por el jansenismo y al que se presenta como fundamentalista cristiano. El autor colorea los perfiles de ambos con detalles extraídos de sus biografías, como los apuntes sobre la frágil salud de Pascal, y se toma alguna licencia cronológica cuando, al interesarse Descartes, por sus estudios sobre el vacío, el joven pensador responde que ya no le atrae la ciencia y que se ha volcado de lleno en la filosofía y la teología, desapego y fervor que al parecer se produjeron años más tarde, en 1654.
El Descartes tolerante y ya de vuelta de todo resulta inevitablemente más simpático por su defensa del raciocinio optimista, un poco como el espejo ideal en el que nos gustaría vernos reflejados, pero tal vez el pensamiento pesimista de ese Pascal fieramente humano en su radicalismo esencial se acompase más con el latido de nuestro tiempo al subrayar la falibilidad del ser humano, lleno de contradicciones, grandioso y miserable a la vez, condicionado por razones que la razón no entiende.
Flotats culmina un montaje austero de limpieza exquisita, al que la suave y muy matizada iluminación de Faura otorga la densidad de un cuadro de La Tour, y cuyo texto suena muy bien en la traducción de Mauro Armiño. En la caracterización de los personajes parece haberse inspirado en la pintura del XVII, y él mismo, con su melena, mostacho y mosca, ajusta su perfil al del Descartes pintado en 1649 por Frans Hals. La esgrima verbal entre la razón cartesiana y la vehemencia de Pascal, convincentemente encarnado por Albert Triola, funciona escénicamente a la perfección, más allá de la lección de filosofía, como una lección de vida.