Hace dos décadas también se inauguró
oficialmente el Teatre Nacional de Catalunya
‘L’auca del senyor Esteve’, de Santiago
Rusiñol, que abrió el TNC en versión de Adolfo Marsillach. / RICARD CUGAT
Este 2017 se cumplen 20 años de la primera vez
que el teatro de Romeo Castellucci pisó los escenarios catalanes. Fue en el
Mercat de les Flors, durante el Festival Grec, con el espectáculo 'Orestea (Una
commedia organica?)' de la Socìetas Raffaello Sanzio. En aquella época yo era
el director del Festival Grec, y para mí fueron unos años muy intensos en los
que también nos visitaron por primera vez nombres como Christoph Marthaler,
Sasha Waltz o Jan Lauwers.
Por eso, recuerdo perfectamente las
dificultades que tuvieron muchos espectadores y muchos representantes de la
prensa a la hora de acoger a unos creadores que han acabado subiendo al parnaso
de la creación escénica contemporánea, y que en nuestra casa afortunadamente
hemos podido ir siguiendo, en una cierta medida, gracias a festivales como el
Grec, Temporada Alta o el TNT, y a teatros como el Mercat de les Flors, el
Lliure o el TNC.
Este 2017, precisamente, también hace 20 años
que se inauguró oficialmente uno de los
principales teatros públicos de nuestro país, el Teatre Nacional de Catalunya,
que a día de hoy tengo el honor de dirigir. A lo largo de estas dos décadas, el
TNC se ha ido consolidando como un gran dinamizador del panorama escénico
catalán, gracias principalmente a su compromiso con la creación local
contemporánea y con nuestro patrimonio dramático, sin dar la espalda al resto
de iniciativas públicas y privadas que articulan nuestra realidad teatral.
Es difícil mirar los dos últimos decenios sin
constatar las dificultades que hemos sufrido
Si nos proponemos mirar retrospectivamente lo
que han significado los últimos 20 años para el teatro catalán, resulta
inevitable constatar las enormes dificultades que ha padecido el sector
cultural –y el teatral en particular– durante la crisis económica de los
últimos cinco años. A eso, hay que sumar un importante desprestigio social de
las humanidades en nuestro país, iniciado durante la larga noche del franquismo
con un activo deterioro del tejido cultural y educativo, que los espejismos de
los 'booms' económicos de los años posteriores no solo no fueron capaces de
revertir, sino que agravaron.
Las dificultades
Es difícil mirar los últimos 20 años del
teatro catalán sin constatar las dificultades que hemos sufrido, y todavía
sufrimos, con el objetivo de conseguir que la cultura vuelva a ser un espacio
vertebrador de nuestra razón de ser como individuos y sociedad, frente a las
constantes agresiones a nuestra libertad de decisión por parte de los poderes
económicos y las dinámicas mercantilizadoras. En este sentido, las artes
escénicas son especialmente sensibles a problemas que tienen sus raíces más
profundas en los déficits educativos, y por eso al mismo tiempo configuran un
importante espacio reactivo contra determinadas dinámicas negativas, que en otros
ámbitos pueden resultar menos visibles.
Aquel día de 1997 en que Castellucci presentó
en nuestra casa su personal lectura de 'Esquilo', numerosos espectadores
abandonaron la platea antes de que se acabara la función, e incluso algún joven
creador denunció en los medios el silencio que, en su opinión, había sufrido la
propuesta por parte de la prensa. Este 2017, en cambio, cuando el festival
Temporada Alta puso a la venta las entradas para los espectáculos de este año,
la pieza 'Ethica. Natura e origine della mente' de Romeo Castellucci se agotó
enseguida, tal como ha ido pasando con otros espectáculos que el director ha
estrenado en nuestra casa los últimos años. Personalmente, me parece una
anécdota bien significativa, porque me recuerda que el teatro –la cultura– es
una carrera de fondo, en la cual no resulta nada fácil conseguir consolidar
proyectos, mientras que en cambio es terriblemente sencillo dejar perder los
descubrimientos y pequeñas victorias de creadores y programadores dentro del
vértigo de las carteleras.
Salto a otras latitudes
Además de construir un público sensible a la
voluntad de resistencia cultural que pueden aportar las artes escénicas a
nuestra sociedad cada vez más digital y audiovisual, tengo la sensación de que
el teatro catalán ha desarrollado en estos últimos 20 años dos grandes
proyectos importantes para su buena salud. Por un lado, hemos asistido a la
eclosión, maduración y consolidación de numerosos dramaturgos y dramaturgas de
calidad, y con una excepcional relación con el público. Gracias a esto, se ha
ido tejiendo una cartelera teatral en la que los clásicos conviven con perfecta
naturalidad con un gran abanico de voces que se enfrentan a la realidad actual
desde un presente que también es el nuestro. Y, al mismo tiempo, en muchos
casos, han hecho el salto a otras latitudes interesadas por conocer los puntos
de vista de nuestra dramaturgia.
La tradición
Por otro lado, se ha ido desarrollando una
creciente sensibilización por la importancia de nuestro patrimonio escénico,
especialmente aquel que contribuyó a la articulación de la sociedad catalana de
masas moderna a partir de 1864. Si bien aún hay una sensación bastante
generalizada que considera de segunda división nuestra tradición teatral por lo
que respecta a la calidad literaria, cada vez se está tomando más consciencia
de la enorme huella que han dejado en nuestra identidad colectiva muchas de las
utopías ideológicas con las que construyeron sus obras los principales
creadores escénicos que nos han ido precediendo. Y, éste es, seguramente, un
sólido primer paso para restaurar algunos puentes importantes con nuestra
tradición.
Publicat per
XAVIER ALBERTÍ
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