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elpais.com
4 de setembre de 2014
Marcos Ordóñez
Vicky Peña y Mario Gas vuelven juntos a un escenario el 4 de
septiermbre para representar la obra cumbre de Eugene O’Neill
foto : Peña y Gas, retratados hace unos días en Madrid. /
JORDI SOCÍAS
Acontecimiento: el próximo 4 de septiembre, Mario Gas y Vicky
Peña, uno de los tándems más creativos y aclamados de nuestra escena,
compartirán el escenario del madrileño teatro Marquina en Largo viaje del día
hacia la noche, la obra cumbre de Eugene O’Neill. Conversamos en el Café
Central, a cuatro pasos del Español, el teatro que Gas dirigió durante ocho
años y medio. Largo viaje es una antigua fascinación de ambos, desde que
vieron, en los sesenta, la película de Lumet, con Katharine Hepburn y Ralph
Richardson.
En los primeros ochenta, Gas quiso montar la función en el
Romea, recién convertido entonces en Centro Dramático de la Generalitat. Y en
1989, como director del Festival de Tardor de Barcelona, trajo el fabuloso
montaje de Bergman, con Jarl Kulle y Bibi Andersson. “Como actor”, cuenta, “me
la ofrecieron varias veces: primero el rol del hijo pequeño, luego el mayor, y
luego el padre, que es el papel que interpreto ahora. ¡El tiempo vuela!”. Hará
unos meses, Gas estaba a punto de comprar los derechos y montarla, cuando le
llamó Alejandro Colubi, el empresario del Marquina: “Me dijo: ‘Vamos a hacerte
una oferta que te sorprenderá’. Y me sorprendió: el director Juan José Afonso
quería contratarnos a Vicky y a mí para protagonizar Largo viaje. Y aquí
estamos, con tres estupendos actores jóvenes: Juan Díaz, Alberto Iglesias y
Mamen Camacho”.
Para ser un clásico de su envergadura, la función se ha
puesto tan solo cuatro veces en España. En 1960 la estrenó González Vergel, en
el Lara. Casi treinta años más tarde volvió a la escena (Español, 1988)
dirigida por Narros y Layton. John Strasberg la monta de nuevo en el Albéniz,
en 1991. Y Álex Rigola en La Abadía, en 2006.
“A mí me gustan las obras que, como esta”, señala Gas, “no
se pueden resumir en una frase. Lo que podría quedarse en un psicodrama
familiar se eleva hasta convertirse en una gran tragedia moderna, con un vuelo
y una intensidad que la hacen universal. Es la historia de unos seres que
quieren quererse y entenderse, y no lo consiguen”.
Vicky Peña: “Me encantaría hacer un Jardiel, un Coward, un
Labiche… Adoro la comedia, aunque tienden a verme más en registro dramático”
Añade Vicky Peña: “O’Neill hablaba de su propia familia, y
no quiso que la obra se viera hasta pasados veinticinco años de su muerte, pero
su viuda autorizó el estreno en 1956, en el Dramaten de Estocolmo. Era su ‘casa
espiritual’, porque las influencias de Ibsen y Strindberg son evidentes”. A los
pocos meses se estrenó en Broadway, con Fredric March y Florence Eldridge, y
tuvo un enorme éxito”.
En una reciente entrevista en este periódico, Vicky Peña
comentaba a Jacinto Antón que estaba harta de personajes trágicos y quería
hacer alta comedia, “incluso vodevil”. ¡Y ahora le toca la Mary Tyrone del
Largo viaje! “Es un regalo hacer un personaje tan extraordinario como Mary
Tyrone, pero también es verdad que me encantaría hacer un Jardiel, un Coward,
un Labiche… Adoro la comedia, aunque tienden a verme más en registro
dramático”. Casi todos sus trabajos de comedia los ha hecho con Mario Gas y en
musicales: la tierna Adelaide de Guys and Dolls, la demoniaca señora Lovett de
Sweeney Todd… “¡Es verdad! Y la mayoría, en piezas de ese genio llamado Stephen
Sondheim. Ahora que lo pienso, con una modalidad diferente en cada una: farsa
(Golfos de Roma), comedia negra (Sweeney Todd), alta comedia (A Little Night
Music), comedia amarga (Follies)… ¡Y las que nos quedan por hacer!”.
La actriz ve a Mary Tyrone, su papel actual, como una mujer
frustrada, una mujer de clase alta, de un mundo marcado por las convenciones
sociales, “que se enamora de un cómico, James Tyrone, y entra en una vida
itinerante, de hoteles y viajes continuos. Sufre luego una experiencia muy
dolorosa, que la trastorna, y poco a poco se refugia en el pasado, en sus
recuerdos. Tiene puntos de contacto con la Blanche Dubois de Un tranvía llamado
deseo, que interpreté a las órdenes de Mario: las huidas a un mundo de
fantasía, la obsesión por el esplendor perdido”.
Para Gas, James Tyrone, su personaje, es “un buen hombre,
pero lleno de conflictos: incomunicación con su mujer y sus hijos,
insatisfacción consigo mismo. Nació en una familia de emigrantes y tuvo que
ganarse la vida desde muy joven. Se convirtió en un actor de éxito, pero no en
el actor que quería ser. Como todos los personajes de la obra, tiene muchas
capas. He leído que March hacía un Tyrone colérico, que Olivier sacaba a la luz
un lado mucho más doméstico…”.
Gas y Peña han estado unas cuantas veces juntos en escena,
pero nunca en una pieza “con tanto papel”, por así decirlo. Mario recuerda que
compartieron escenario en 1977, en un programa doble de Synge, formado por La
boda del hojalatero y La sombra del valle, una producción del Salón Diana
barcelonés, aquel breve pero formidable semillero donde tantos jóvenes actores
de entonces (Juanjo Puigcorbé, Carmen Elías, Rosa Novell y Silvia Munt, entre
muchos otros) echaron a volar. Yo les vi juntos en 1978, en Enrique IV de
Pirandello, que Gas dirigía, y donde sustituyó como actor a Félix Rotaeta.
“Volvimos a coincidir”, le dice Vicky, “en Doña Rosita la soltera, en la
compañía de Nuria Espert. Y en El tiempo y los Conway, donde reemplazaste
varias veces a Álex Casanovas”. Los recuerdos se aceleran. “¡Y volví a
reemplazarle en La reina de belleza de Leenane!”, tercia Gas. Vicky: “Fuimos
también el matrimonio Armfeldt de A Little Night Music, treinta y tantas
funciones, cuando no podía hacerla Tino Romero. ¿Qué viene luego? La Orestíada,
aunque allí no teníamos escenas juntos. Y luego Follies, claro”. Mario: “Ahora,
por primera vez en mucho tiempo, protagonizamos un espectáculo del que no soy
director”.
¿Y cómo sienta eso de contratarse como actor y no tener que
dirigir? “¡Un gran descanso! (ríe). Me encantaba hacer sustituciones en mis
montajes, porque concentrarse en actuar sin tener que estar atento a todo lo
demás es un placer. Lo más latoso es aprenderse un papel tan largo, aunque sea
espléndido. Yo sigo el método Espert: copiar una y otra vez mi texto, muy
despacio, para metérmelo en la cabeza. Hay quien lo graba y lo escucha, pero a
mí me va mejor ese otro sistema. Es como si hiciera los deberes para luego
salir a jugar en el escenario. El escenario es el recreo”.
Mario Gas y Vicky Peña respiran teatro por los cuatro
costados: vienen de familias de cómicos, y a su vez tienen hijos que siguen la
tradición. El abuelo de Mario llevaba una compañía, y su tío abuelo pasó media
vida en la compañía de Benavente. Su padre, Manuel Gas, era actor y cantante de
ópera y de zarzuela, un bajo legendario. Su madre, Anna Cabré, era bailarina
del Liceo. Su tío, el célebre Mario Cabré, actor y torero. “Yo nací en
Montevideo”, cuenta, “durante una larga gira de mis padres. Mi hermano Manuel
incluso hizo un curso escolar completo allí: recuerdo que sus libros eran a
todo color, y los míos en blanco y negro. Yo fui uruguayo hasta la mili, a los
18 años”.
A esa edad, Gas ya está dirigiendo: en el TEU de Derecho, y
poco más tarde en Gogo Teatro Independiente, en el “territorio libre” del
Instituto Americano barcelonés. “La verdad es que el bicho me picó muy pronto.
Cuando éramos críos, mi hermano bajaba siempre al foso de los músicos, con el
maestro Sorozábal, y a mí lo que me gustaba era estar entre cajas. A los ocho
debuté en Los agentes del quinto grupo, una película policiaca, con mi padre y
con Armando Moreno, el marido de Nuria Espert. Adolescente, entré en las
compañías de mi padre, en giras de verano: como actor (sin cantar), bailarín,
ayudante de dirección… Y luego en la Facultad, sí, en el TEU, con Gustavo
Hernández y Enrique Vila-Matas. Y en Gogo, con Santiago Sans, Carles Canut y
Emma Cohen, que entonces todavía se llamaba Emma Bertrán”.
Somos un tándem fijo discontinuo. Nos conocemos mucho y a
veces las paredes tiemblan, porque la exigencia mutua es muy alta”
Vicky Peña era, dice, “cómica de segunda generación”, porque
no había antecedentes teatrales en las familias de sus padres, Felipe Peña y
Montserrat Carulla. No tenía, cosa curiosa, ninguna intención de dedicarse al
teatro. “En aquella época mi padre se centró en el doblaje y la radio, pero
pude ver incontables veces a mi madre, primero en el María Guerrero, donde
estuvo dos temporadas, y después en una compañía maravillosa, con lo mejor del
teatro catalán: Paquita Ferrándiz, Mercè Bruquetas, Ana Maria Barbany, Carmen
Liaño… Y ellos, no menos estupendos: Abadal, Nonell, Lloret, Torner, Graneri,
Anglada… Me chupé muchísimo camerino y aprendí mucho, aunque lo mío era la medicina,
o eso creía”.
Se matriculó en enfermería y las prácticas le tocaron en el
Hospital Clínico, en riñón artificial. Trabajaba, sobre todo, en turnos de
noche. Un verano viajó a Londres para aprender inglés, y allí tuvo lugar la
fulguración: “Un actor amigo de mi madre, Antonio Canal (ahora es el cura de
Cuéntame), estaba estudiando con Roy Hart y me llevó a ver La madre, de Gorki:
de golpe, decidí que quería ser actriz. Debuté como corista griega en unas
tragedias resumidas, para público infantil, que Esteve Polls montó en el
Español barcelonés, en 1971 o 1972. Carmen Elías era Ifigenia y Paquita
Ferrándiz era Clitemnestra. ¡Trabajo duro, actuar para niños! ¡Eran tremendos!
Una tarde, en una Antígona, Enrique Guitart paró la función y, muy amable,
dijo: “Si armáis tanto ruido nos iremos”. Y los niños aullaron: “¡Idos!
¡Idos!”. Mi segundo gran aprendizaje fue en el Salón Diana, que un grupo de
actores autogestionábamos, en cooperativa. Allí conocí a Mario”.
En 1976, las huestes de la muy ácrata ADTE (Asociación de
Trabajadores del Espectáculo), lideradas por Gas, montan en el mercado del
Borne un Tenorio que hace época, a caballo entre Ronconi y el Grand Magic
Circus, con grupos de rock y dirigido colectivamente, que reúne a treinta mil
personas durante tres días: casi un mini-Woodstock teatral catalán, del que
pronto se cumplirán cuarenta años. Y en 1977, ya en el Diana, el aldabonazo de
Enrique IV. Ocuparía mucho espacio detallar la trayectoria ascendente de los
dos. Despegan en La ópera de tres reales, en 1984, en el Romea (ella es Polly
Peachum, él dirige), y en los noventa comienzan a sucederse los éxitos: El
tiempo y los Conway (1992), Sweeney Todd (1995) –la noche del estreno en el
Poliorama, Sondheim subió al escenario y dijo que era el mejor montaje de su
obra–, y el triunfo de La reina de belleza de Leenane (1998), que Vicky
protagonizó con su madre, Montserrat Carulla. De las décadas siguientes, un
top-ten de ambos debería incluir A Little Night Music (2000), Madre Coraje y
sus hijos (2001), La Orestíada (2003), Homebody / Kabul (2007), Un tranvía
llamado deseo (2010) y Follies (2012). Entre sus trabajos actorales más
recientes cabe destacar el Julio César que Gas ha interpretado a las órdenes de
Paco Azorín y la conmovedora María Moliner de Vicky Peña en El diccionario,
dirigida por José Carlos Plaza.
Los dos respiran teatro por los cuatro costados. Vienen de
familias de cómicos y a su vez tienen hijos que siguen la tradición
Mario Gas considera que sus padres le enseñaron rigor:
“Aprendí que el oficio requería trabajo, estudio, preparación. Me contagiaron
su amor por el teatro. ‘Es un oficio muy hermoso’, decía mi padre, ‘pero muy
duro y lleno de altibajos’. Me enseñaron a no elevarme por encima de los demás
cuando las cosas van bien, y a apechugar cuando van mal”. Vicky Peña tiene otra
impresión: “Los míos parecía que no me enseñasen nada, me dejaban aprenderlo
por mí misma. Viendo una y otra vez la misma obra, yo me daba cuenta de que un
día escuchaba embobada a los actores y otro día pensaba: ‘Hoy hablan raro’,
porque no estaban tan bien. Es decir, que aprendía a detectar la verdad.
Miranda, nuestra hija, también nos ha visto mucho desde cajas. Aprendí de mis
padres que hacer teatro conlleva una responsabilidad múltiple: con uno mismo,
con los compañeros, con el público y con la sociedad”.
Gas y Peña han estado juntos mucho tiempo como pareja,
término que a Mario no acaba de convencerle: “Habría que buscar otro nombre,
pero no se me ocurre. ¿Tándem, dúo?”. Vicky recuerda que alguien les dijo en
una ocasión que eran “fijos discontinuos”, y que eso no le parece mal.
“Somos dos personas que tenemos muchas cosas en común, que
nos apetece trabajar juntos”, dice Mario, “y nos llevamos muy bien. Y tenemos
dos hijos fantásticos, Miranda y Orestes, que también son del oficio”.
Vicky remata: “Y sobre todo nos seguimos queriendo mucho,
aunque haya veces que no nos aguantamos. Como vivimos muy cerca, cuando eso
pasa, cada uno a su casa y listo. Pero sucede pocas veces”.
Propongo que Vicky me diga cómo es Mario dirigiendo, y a él
cómo es Vicky actuando. Vicky le dice: “Tú ahora vete, que luego me iré yo”.
Mario se echa a reír y obedientemente sale de escena.
“Cuando Mario hace un montaje”, cuenta Vicky, “siente y te
hace sentir que en esa obra hay algo que a él le importa. En las primeras
sesiones de trabajo desmenuzamos el texto. Es muy bueno analizando, siempre a
favor de la obra. Leyendo en voz alta vas cogiendo una coherencia tonal, de
juego en común. En los ensayos te deja explorar el personaje a tu aire, porque
confía mucho en los actores. A mí me gusta mucho que no me dé pautas hasta más
adelante. Entonces empieza a acotar, a decirte ‘recoge’, a tensar el tambor.
Ahí puede ser tajante, incluso duro. Le gusta montar deprisa, levantar la
función en pocos días. Y sobre lo que se ha hablado en la mesa y con la función
levantada ya podemos ir moviéndonos. Antes era muy de notas, ahora no tanto.
Recuerdo sesiones de notas agotadoras, sobre todo con compañías grandes, uno
por uno. Hace muy bien los repartos, por adecuación dramática y pulsión
personal. Hay una sensación de familia, pero son familias muy abiertas, que
cambian y crecen. Él prefiere hablar de tribu. Sin que eso signifique clan ni
capillita: le horrorizan”.
Reaparece Mario: “¿Son aquí las audiciones?”.
Vicky responde: “Pase, pase usted, que yo me voy a dar una
vueltecita”.
“Vicky es una actriz fuera de serie. Por cómo se aproxima al
personaje, cómo lo va haciendo crecer… Carlos Lucena, uno de mis maestros, fue
el primero en hacerme ver su gran fuerza interior, cuando estábamos en el
Diana. Desde entonces, me sigue asombrando cada vez, y eso no tiene precio: en
teatro, la clave es que cada noche parezca la primera. No es una actriz fácil
porque, como yo, tiene convicciones fuertes. Nos conocemos mucho y a veces las
paredes tiemblan, porque la exigencia mutua es muy alta. Pero siempre es un
regalo, porque sabes que te va a dar más de lo que le pides. A mí me gusta eso,
ir descubriendo cosas con los actores, mano a mano. Todos nuestros trabajos
juntos me dan una gran satisfacción. Tiene un instrumento muy fino, muy amplio,
con muchísimas facetas y unas antenas capaces de captar frecuencias
inimaginables.
Posee una sabiduría increíble: hay que darle mucho sedal para
que pueda sacar todo lo que lleva en sí misma del personaje. Trabaja con
intuiciones muy arriesgadas, y siempre lo da todo en cada ensayo. Es
incansable, con una gran capacidad de juego y de emoción, y un gran compromiso.
Trabaja con los demás, y eso en teatro es importantísimo: sabe muy bien que
todo lo que pasa en escena se hace entre todos. ¡Vicky Peña, ya puede usted
venir!”.
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