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21 de juny de 2013
Javier Vallejo
En ‘El régimen del pienso’, comedia metafísica, La Zaranda
asemeja la vida del hombre con la de un animal de crianza
El mundo como un gran campo de concentración, la vida del
hombre asemejada a la de un animal de crianza. Orwell, Saramago y Raymond
Cousse (en su Estrategia para dos jamones: El cerdo, en la versión que
interpretara Echanove), cultivaron literaria o escénicamente metáforas como
esta que la celebérrima compañía La Zaranda desarrolla profusamente en El
régimen del pienso, comedia metafísica en la que Eusebio Calonge, su autor,
resume en tres frases la inercia del comportamiento humano ante el zarandeo
combinado de los ciclos económicos y de la codicia cainita: “Se matan entre
ellos porque se les acaba el pienso; cuando les sobra, se matan solos; y al que
está enfermo, lo matan entre todos”.
Con batas de veterinario forense, haciendo la autopsia a
cadáveres que dejó la epidemia subsiguiente a la bonanza, los personajes de La
Zaranda diagnostican la causa de tales decesos: “Genitales inflamados, corazón
rígido, encefalograma plano”. El régimen del pienso pasa revista al mundo
actual, aunque sus personajes y su atmósfera estén impregnados del universo de
los de La Oficina Siniestra, de Pablo; El tintero, de Muñiz, y El proceso, de
Kafka, para significar con ello que lo que hoy se nos publicita vestido de
novedad por pantalla, papel y audio, una vez desnudo resulta ser lo de siempre.
EL RÉGIMEN DEL PIENSO
Autor e iluminador: Eusebio Calonge. Intérpretes. Luis
Enrique Bustos, Gaspar Campuzano, Francisco Sánchez y Javier Semprún. Espacio y
dirección: Paco de la Zaranda. Compañía: La Zaranda. Teatro María Guerrero.
Hasta el 7 de julio.
Tienen las criaturas de La Zaranda un aire espectral,
fronterizo entre el más allá y este acá nuestro venido a menos, y los
parlamentos con que se despachan, un deje terminal y apocalíptico (“la epidemia
se extiende por la inseminación; solo cuando las pocilgas estén vacías se
detendrá la epidemia”, concluyen, tras la autopsia). Y tienen esas coreografías
procesionales en las que acarrean voluminosos cartapacios de ningún sitio a
ninguna parte inútil y kantorianamente, una plasticidad palpable, aunque este
espectáculo es más de palabra, menos intensamente ritual, que aquel inolvidable
Vinagre de Jerez con el que Juan Sánchez, su director de antaño, se despidió de
la compañía andaluza veinte años ha, dejándola en su cima.
Luis Enrique Bustos, Gaspar Campuzano y Paco Sánchez, los
actores de siempre de La Zaranda, hacen un trabajo soberbio, íntegro, en los
tuétanos, y Javier Semprún, de Teatro Corsario, otra compañía de bandera del
teatro independiente, empasta muy bien con ellos, aún con otro acento, en el
papel del empleado cesante. Hay cierto manierismo en este trabajo, una ironía
dosificada, un escepticismo hondo sobre la condición humana y sobre la
posibilidad de un cambio moral, y una luz incisiva de Calonge que da empaque a
la funcional escenografía de estanterías metálicas rodantes de Paco de La
Zaranda.
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