Actores y actrices de la compañía Elevator Repair Service,
durante una representación de Gatz. Mark Barton
Los montajes teatrales de 5 y hasta 10 horas vienen de
lejos. Pero hoy se han convertido casi en tendencia.
LEVANTOR REPAIR SERVICE (ERS), una de las principales
compañías neoyorquinas de teatro experimental, ha vuelto a traer a la ciudad su
obra más ambiciosa, Gatz, de seis horas de duración. Y ha vuelto a llenar. La
pieza se representó por última vez en Nueva York el 3 de febrero y luego salió
de gira por Australia. ¿Su peculiaridad? Que en ella se lee El gran Gatsby de
principio a fin, sin modificar ni prescindir de ninguna palabra de las que
escribió Francis Scott Fitzgerald en 1925. La crítica se deshizo en elogios;
The New York Times la calificó como “el logro teatral más significativo de la
década”. Aunque han pasado 13 años desde su estreno, sigue estando en boga por
haber sido pionera de la fusión, permitiendo al espectador que disfrute tanto
de las ventajas de la lectura de un libro como de la contemplación de una pieza
teatral.
Muchos aficionados se arrojan ávidos a las obras de larga
duración con la esperanza de experimentar una catarsis radical. Es como una
nueva adicción. Esto explica, por ejemplo, el éxito que tuvo en España el año
pasado el estreno de Monte Olimpo, del director belga Jan Fabre, una pieza que
duraba 24 horas. Muchos creyeron que se trataba de la obra más larga de la
historia, pero ya en 1995 se había estrenado en Francia otra de la misma
duración, La servante, de Olivier Py. Y en España, ya se habían representado
obras rompedoras por su longitud, como la mítica Mahabharata de Peter Brook y
Jean-Claude Carrière, que sobrepasaba las 10 horas y que se escenificó en 1985.
Adolfo Marsillach dijo después de verla: “Es el espectáculo más impresionante
que he visto en mi vida. Lo malo es que se queda uno hundido, porque es
inevitable preguntarse: ‘¿Después de esto, qué hago yo?”.
Esta iniciativa de la puesta en escena de largas obras de
teatro se puede entender como una reacción radical y contestataria contra el
fast food teatral, encabezado por el microteatro. Aunque lo pretencioso corre
el peligro de fracasar estrepitosamente si la duración no está justificada,
hasta el momento, las puestas en escena más largas han tenido una acogida
positiva de público y crítica. El Festival de Aviñón es el que más se ha
arriesgado; su marca distintiva (y de momento su gran acierto) es la de programar
los mayores maratones de teatro del mundo, correr el riesgo y abrir puertas. En
2009, el libanés Wajdi Mouawad llegó a las 11 horas con una trilogía formada
por tres de sus obras, y en 2014 el francés Thomas Jolly presentó un
sobresaliente Enrique VI, de Shakespeare, de 18 horas de duración.
También en Aviñón ha estrenado sus obras el enfant terrible
del teatro francés, Julien Gosselin; en 2018 volvió a arrasar con una obra de
10 horas en la que adaptaba tres textos del estadounidense Don DeLillo, y en
2016 representó una adaptación teatral de la novela 2666 de Bolaño de 12 horas
de duración. “Que durara tantas horas me parecía imprescindible. Una de las
dimensiones más importantes del libro es que sea tan largo. Quería trasladar a
la escena la dificultad y la fatiga que implica leerlo, sin ahorrarme las
digresiones inútiles de Bolaño”, explicaba Gosselin en su momento.
En España, la campeona indiscutible de la larga duración es
Angélica Liddell. En 2009 presentó La casa de la fuerza, una obra de cinco
horas y media que se programó dentro del Festival de Otoño. “La soledad se
impuso a la fuerza. Lo superficial (la fuerza, el sexo, las heridas, lo
público) enseguida se convirtió en una manera de revelar las convulsiones de lo
espantosamente profundo”, comentaba la dramaturga, después de haber recibido el
Premio Nacional de Literatura Dramática por esta obra. En 2016 su ¿Qué haré yo
con esta espada? (Trilogía del infinito) también tenía una duración de cinco
horas.
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Ana Vidal Egea
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