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26 de novembre de 2015
Javier Vallejo
Juan Echanove (de pie) y Antonio Medina, en 'Los hermanos
Karamázov'. / S. PARRA
Pasiones inabarcables, como las fronteras patrias,
infiltradas por una filosofía (el cosmismo ruso) que acabaría impulsando el
pujante proyecto espacial soviético. Los hermanos Karamázov es una novela
capital, tan desbordante como tentadora: Brook hizo una versión zen de uno de
sus episodios (El gran inquisidor) y Frank Castorf, director dostoievskiano por
excelencia, ha estrenado este año unos Karamázov actualizados, celebradísimos,
donde sus protagonistas se debaten entre la pulsión mística rusoriental y una
presión capitalista insaciable (ojalá que los programadores de algún festival
español se animen a traerlo).
Los hermanos Karamázov
A partir de la novela de Dostoievski. Versión: José Luis
Collado. Reparto: Juan Echanove, Antonio Medina, Fernando Gil, Antonia Paso…
Dirección: Gerardo Vera. Madrid. Teatro Valle-Inclán, hasta el 10 de enero.
El montaje de Gerardo Vera con el Centro Dramático Nacional
se apoya en una versión certera de José Luis Collado, que ha expurgado el texto
de tramas secundarias y de meandros a costa de desplazar el eje tractor de tan
inmenso tráiler. El héroe aquí es Dimitri, encarnado por Fernando Gil con
planta cosaca, nobleza de carácter y contención, cualidad imprescindible para
matizar el carácter virulento del exmilitar. Su antagonismo con Fiódor, su
despótico padre, interpretado rotundamente por Juan Echanove, depara alguno de
los no pocos momentos sobresalientes de un sobresaliente espectáculo.
El patriarca lascivo en su butacón, con el bastardo
Smerdiakov a sus pies, es un Don Juan Manuel Montenegro con su bufón, en
Romance de lobos: ambos cuadros vivientes comparten épica y textura, son
coetáneos y reflejan la misma sociedad estamental. Valle-Inclán no solo tenía
en la cabeza El rey Lear cuando escribió su obra maestra (ex aequo con Luces de
bohemia). Óscar de la Fuente (Smérdiakov) está descomunal en la escena de la
anagnórisis. Los actores en general imprimen a sus personajes un carácter
celtíbero apasionado, un fuego que es todo llama. Fernando Gil es la clara
excepción: pasa por eslavo en todo momento. Así, la exaltada Grusha de Marta Poveda,
actriz fantástica en ese registro, pero a la que cabría sugerirle que, en busca
de la expresión exacta, explorara la posibilidad de prender semejante llama con
menos leña. Sobresalientes también, la elocución y la prosodia de Lucía
Quintana (Katia). Ferran Vilajosana (Aliosha, el hermano novicio) y Markos
Marín (Iván, el hermano ateo: dos caras de Rusia en el plano simbólico) acaban
encontrando el justo tono elevado de sus personajes: el primero de ellos, en la
violenta y hermosa escena de la fe ciega en la inocencia de Dimitri, y en la de
su autoinculpación, el segundo.
El trabajo de Vera está punteado por escenas alegóricas
mudas, violentas, que recuerdan el teatro de los lituanos Eimuntas Nekrosius y
Rimas Tuminas. Al director español se le ha pegado el imaginario del Este, para
bien, también en el diseño escenográfico. Amplia y pertinente, la paleta
lumínica de Juan Gómez Cornejo. Son tres horas muy bien empleadas: qué menos,
para tanto.
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