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25 de gener de 2013
foto : Lluís Homar y Eduard Fernández David
Ruano/lavillarroel.cat
Lluís Homar y Eduard Fernández dan vida en La Villarroel a
los dos amigos protagonistas de 'Adreça desconeguda', obra de Kathrine
Kressmann Taylor escrita en 1938
Lluís Homar y Eduard Fernández dan vida en La Villarroel a
los dos amigos protagonistas de Adreça desconeguda, una obra escrita en 1938
por Kathrine Kressmann Taylor.
Homar, que dirige la propuesta, es Martin, un alemán
residente en Estados Unidos que vuelve con su familia a su país de origen, y
que rápidamente se convierte en un nuevo rico. Max, su gran amigo y socio
(interpretado por Eduard Fernández), se queda en San Francisco para gestionar
el negocio que tienen juntos.
La pieza es, en realidad, la suma de la correspondencia que
intercambian, de 1932 a 1934, y que muestra la transformación de ambos
personajes. Martin está muy esperanzado con esa Alemania que le acoge, y que
resurge de la gran depresión en la que cayó después de la Primera Guerra
Mundial. Un pueblo en plena decadencia se aferra a un nuevo líder, un brillante
orador, llamado Adolf Hitler. Max, carta a carta, descubre con enorme
preocupación cómo su colega liberal, un hombre lúcido y generoso, va dejándose
llevar por el entusiasmo de la masa.
Los primeros veinte minutos de esta versión de Adreça
desconeguda pueden llegar a ser algo tediosos. El formato epistolar es muy
difícil de defender (sólo lo pueden hacer dos bestias como Homar o Fernández)
encima de un escenario conformado únicamente por unas sillas y una alfombra.
Además, hay un maniqueísmo, un bueno y un malo demasiado evidentes, que deja
poco espacio para los matices y la sorpresa. Los intérpretes se mueven, leen,
pero la sensación de rigidez y repetición no desaparece.
Sin embargo, Max, cada vez más angustiado, escribe a Martin
para decirle que su hermana Griselle (una actriz que había tenido una aventura
con éste) ha ido a Berlín y no puede localizarla. Le devuelven las cartas con
la frase “Dirección desconocida”. En el teatro, la identificarán como
judía. En la desesperada huida, acudirá
a casa de Martin, en Munich, que no hará nada para salvarla de la barbarie. A
partir de ese momento, la obra va en un in crescendo continuado.
Homar está, ya, convertido en ciego paladín de la causa nazi.
Fernández, en un perturbado que no acepta la desaparición de la hermana. Pese a
que Martin le pide a Max que no le envíe más cartas, éste le escribe textos
casi incomprensibles, aparentemente absurdos, en los que parece que el propio
Martin sea judío. La censura hace su trabajo e intercepta el correo de Martin,
le piden que desvele el código que hay que descifrar en cada párrafo. Está en
riesgo (inteligente iluminación de Xavier Albertí, que lo encarcela bajando el
foco rectangular), y aquí -sin duda, el mejor momento de la obra- no se acaba
de desvelar si lo que hace Max es resultado de su locura, un cúmulo de
delirios, o una venganza bien organizada.
El final, aunque esperado, funciona. Lo realmente importante
de la propuesta que programa La Villarroel es mostrarnos cómo, en un contexto
de depresión, la necesaria esperanza se puede convertir en fe ciega.
Interesantes son las réplicas de Martin en las que defiende, como anécdotas,
las primeras agresiones a judíos ¿Cómo un país democrático, con una significativa
tradición cultural, se convirtió en la cuna de una matanza tolerada? ¿Podría
volver a pasarnos?
Hannah Arendt, tal vez una de las pensadoras que mejor
reflexionaron sobre el Holocausto, escribía que "el mal no es nunca
radical, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión
demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros
precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie”. Y es que los
mecanismos del populismo son muy veloces, pero no dan frutos de un día para el
otro. Martin comienza con dudas sobre el método del nuevo régimen, pero el
relato, la épica, ha calado tanto en él, y en su entorno, que también su idea
de justicia padece una grave metamorfosis. Están, según sus palabras, construyendo
“algo grande” y fijarse en los daños colaterales es no saber mirar más allá.
“El patriota cree en la acción, el liberal sólo en la palabra”, argumenta.
En cada excusa, en cada justificación, en cada indulto, se
va labrando un castillo de nieve, un terreno de barro, un pantano peligroso.
Antes, pero también ahora. Cuando se quiere volver atrás, suele ser demasiado
tarde. El monstruo no existe. Somos nosotros.
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