La actriz catalana protagoniza en el Teatre Romea 'El
diccionario', una obra sobre el amor a las palabras y a la libertad
publicat
per
Albert Lladó
19 de gener
de 2013
La actriz Vicky Peña en 'El diccionario' teatreromea.com
Qué barbaridad. Vicky Peña no es Vicky Peña en el Romea,
sino la mismísima María Moliner (1900-1981), una metamorfosis entre actriz y
personaje que hace de El diccionario, sorprendente primera obra de Manuel
Calzada (dirigida por José Carlos Plaza), una fiesta de la interpretación. Hay
verdad por todos sitios, nada de divismo ni de impostura, y todos los esfuerzos
van dirigidos a explicar una historia que nos cautiva desde el principio.
Peña, acompañada por Helio Pedregal (médico de Moliner) y
Lander Iglesias (marido), da cuerpo y voz a una bibliotecaria obstinada,
obsesiva, que dedica su vida a corregir los errores (“los círculos viciosos”)
que detecta en la Academia (los mismos académicos rechazarían su candidatura
años después). La lengua sirve para comunicarse, y un diccionario ha de ser
para todos, amigos y enemigos. Un diccionario es un puente contra la barbarie.
La pieza, con numerosos saltos hacia atrás y hacia adelante,
se centra en los últimos años de la diccionarista, enferma, con demencia senil
(pierde la memoria) y problemas de afasia. El médico que la atiende cree que su
proyecto es, en realidad, un delirio, hasta que ésta le trae los dos ejemplares
-casi 3.000 páginas- editados por Gredos.
Moliner, rota por la Guerra Civil, pasa los días, las
décadas, zurciendo calcetines (una suerte de Aracne del siglo XX) y rellenando
fichas. Ella, que había sido la responsable de redactar un plan nacional de bibliotecas
para el gobierno republicano, es apartada de sus responsabilidades. Su marido,
experto en física, pierde su cátedra cuando llegan al poder los fascistas. En
ese silencio (“las palabras ya no nos pertenecen”, lamenta) es donde Moliner se
refugia para, matiz a matiz, ir levantando una obra descomunal.
No hay metáfora más cruel como la de una persona que,
habiendo dedicado todas sus energías al cuidado del idioma, olvide y confunda
términos y expresiones. Cuando ha de escribir su primer apellido, firmará
Molière en vez de Moliner. Pero no es sólo drama, hay mucho humor y mucha
comedia en el texto, combinado con inteligencia y respeto.
El personaje, sistemático y riguroso, intenta poner orden al
caos de la lengua, al igual que su marido lo intenta con el universo. Por ello,
repite que su diccionario es orgánico y que todas las definiciones han de hacer
referencia al término que se quiere describir, a uno general, y a otro
diferenciador (mujer/persona/hembra).
El diccionario, pues, es una historia de amor a las
palabras, pero también a la importancia de la memoria (impresionante el test
médico que Moliner confunde con un interrogatorio franquista). Una memoria
viva, que se desplaza y se transforma. Es por este motivo que la protagonista
repite una y otra vez que “un diccionario no se acaba nunca del todo”.
La precisión casi patológica de Moliner (manda retirar de
imprenta el diccionario para dedicar otro año a añadir etimologías) se combina
con sus miedos (obliga al marido a salir al balcón a saludar a los vencedores)
y, así, nos llega un personaje redondo, tremendamente humano. Su enorme fuerza
de voluntad, su inclasificable perseverancia, no es una heroicidad, sino una
lucha de alguien que ha tenido que renunciar -en público- a sus propios
ideales.
Pocos excesos hay en El diccionario -condenado a ser uno de
los éxitos de la temporada-, aunque la última conversación entre el doctor y la
paciente se hace algo repetitiva e innecesaria. No importa. El discurso que
María Moliner (o Vicky Peña, que uno se ha olvidado de quién es quién) no pudo
pronunciar ante la Real Academia Española, ya que no le dedicó un sillón, es
rescatado aquí para convertirse en un hermoso canto a la libertad. La libertad,
nos dice, no existe sin la idea asociada de responsabilidad. Ésa es la
incalculable herencia.
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