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17 de març de 2016
Ferran Utzet lo ha conseguido de nuevo. Tras
su montaje de “Translations” en 2014, el dramaturgo vuelve al mismo autor y al
mismo espacio con uno de los platos fuertes de la temporada teatral.
Tres son los motivos principales por los que
DANSA D’AGOST supone un punto cumbre dentro de la trayectoria teatral de La
Perla 29 y de su esfuerzo por situar la Biblioteca de Catalunya como una de las
salas referenciales de Barcelona.
En primer lugar, por la línea de continuidad
que Utzet traza desde su anterior montaje, siguiendo con la voluntad del autor
de ambos títulos. En “Translations”, Brian Friel situaba la acción en un
pueblecito imaginario llamado Baile Beag (condado de Donegal, noroeste de Irlanda).
La llegada de un regimiento de geógrafos militares trastocaba la esencia
toponímica de la región, ya que su misión era encontrar un nombre inglés a los
originales irlandeses. Eso sucedía en 1833.
En DANSA D’AGOST, nos situamos en 1936, en la
misma aldea, ahora ya llamada Bally Beg. Este pequeño detalle es clave.
Realmente, el espacio temporal nos remitirá a muchos años después de esta
fecha, ya que será Michael (Albert Triola) el que explicará al público sus
recuerdos de aquella época, convirtiéndose a momentos en el niño que era
entonces y participando de ellos.
El espacio escénico de Sebastià Brosa y
Elisenda Pérez separa al público en dos gradas pero no hace lo mismo con la
escenografía. Lo mismo sucede con el movimiento de los intérpretes sobre el mismo
(gran labor de Marta Filella). No habrá dos espectadores con la misma
perspectiva del mismo modo que los recuerdos son intrínsecamente individuales
para cada persona. DANSA D’AGOST no tiene una trama propiamente dicha. A partir
de estos recuerdos, Michael desgranará algunos momentos destacados del pasado
de su familia. Aquéllos en los que parece hallar las respuestas al porqué de la
infelicidad y el desarraigo de sus ascendientes. Al fin de su harmonía
familiar. A las posibles conclusiones de cada uno se llegará a partir del
contraste y contraposición entre actitudes y personajes. Cada una de las cinco
hermanas Mundy será más o menos víctima de los constructos sociales adscritos a
un comportamiento católico que se supone incuestionable, pero que será fuertemente
confrontado por el estado anímico de todas ellas. La escenografía se ha
trabajado desde el punto de vista de Michael y este es un detalle que aunque
puede llegar a desconcertar resulta imprescindible para que entendamos cómo el
personaje se enfrenta a sus recuerdos. La falta de frontalidad, siempre de
lado, asimila su actitud al punto de vista de la platea.
En este nivel es imprescindible el rastreo de
“Translations”, ya que veremos que lo que ahora (1936) parece inamovible no
siempre ha sido así. En 1833 vinieron unos extranjeros a nuestro mismo lugar y
construyeron e inventaron cómo sería nuestra identidad en el futuro. Utzet ha
mantenido su trabajo de entonces, así como Guillem Gilabert el suyo en la
iluminación, Damien Bazin en el espacio sonoro y Annita Ribera en el vestuario.
Todos ellos, junto Brosa y Pérez, han conseguido fijar en nuestra retina lo
visto entonces de un modo similar al inherente en toda la obra, a partir de la
mirada, la nostalgia y el recuerdo. En el proscenio vemos la cocina y sala de
estar, así como el jardín. Pero la amplitud del fuera de campo (o fuera de
escena) adquiere en DANSA D’AGOST una importancia especial. El exterior de la
Biblioteca se transformará en nuestra mente en el corral de los Mundy, pero el
camino imaginario que lleva al exterior de la casa (detrás de una de las
gradas) nos situará mentalmente en el marco geográfico tan relevante en el
título anterior. El exterior no tendrá cabida en la escenografía y la sensación
de opresión de los personajes será compartida en todo momento por el público.
En segundo lugar, se ha hablado mucho del
montaje que Pere Planella dirigió de la misma obra en el Teatre Lliure en 1993.
Por los nombres implicados entonces y por el recuerdo que tanto el público como
muchos de los profesionales que intervienen aquí conservan todavía hoy, la
apuesta era no por intrépida menos estimulante. Utzet ha convertido lo que
podría haber resultado un hándicap en una de las mayores bazas de su
espectáculo, evitando cualquier rivalidad o relación de interdependencia, pero
sí amplificando la esencia metateatral del material de Friel. Como hemos dicho,
DANSA D’AGOST trata, entre otras muchas cosas, de la nostalgia por el tiempo
pasado, el conocimiento de uno mismo, los orígenes…
Y Utzet nos regala con este montaje la
posibilidad de participar de un ejercicio similar al del personaje de Michael.
Tanto al público de 1993, como al que no lo vio, como a los intérpretes de
2016. La puesta en escena nos convierte de nuevo a todos los implicados en
aquella persona que éramos hace más de dos décadas y nos sitúa ante un espejo
invisible que permite contemplar con ojos más experimentados lo que buscábamos
ante una representación teatral. Evasión como público, identidad como
espectadores, profesión y oficio como intérpretes, compañía y aprendizaje de
algunos nombres referenciales todavía hoy… Por la originalidad que esto supone
y por la espontaneidad con la que sucede y especialmente por el vahído
sentimental que provoca, DANSA D’AGOST merece una de las ovación más
atronadoras de la temporada.
Finalmente, las actrices y actores. La mayor
parte de las escenas en las que se divide la obra son recuerdos, evocaciones,
quizá alteraciones de lo que realmente sucedió, y así lo han entendido todos
los implicados. Las interpretaciones son realmente sensacionales y, a pesar del
dramatismo descorazonador, de una vitalidad que consigue transmitir una alegría
que eleva los corazones de todos los presentes a esa sensación extática y
catártica que buscamos cuando acudimos a una representación teatral.
Todos los personajes tienen que pasar por el
punto de vista de Michael. Albert Triola se desdobla en el niño que fue con una
naturalidad que consigue que su condición infantil nos resulte verosímil desde
el primer momento. Su yo adulto es muy distinto y el actor consigue transmitir
toda la fragilidad y desnudez del personaje, mostrándonos a un Michael
completamente sobrepasado. Òscar Muñoz interpreta a Gerry (padre de Michael)
bajo la mirada irreal e idealizada de su hijo sin caer nunca en el tópico o
lugar común y transmitiendo siempre una humanidad que puede costar ver en su
personaje en un principio. A su vez, Ramon Vila nos muestra todo el proceso
interno y externo de Jack tras su vuelta de África como misionero y la
superación de su enfermedad. Con su actitud, y la progresión de su
interpetación, pasará del desconcierto inicial a la seguridad del segundo acto,
resultando imprescindible para el choque ideológico y el contraste imperante en
el texto.
Párrafo aparte para las hermanas Mundy. Se
nota que Utzet ha propiciado el acercamiento de cada actriz a su personaje
prevaleciendo la visión conjunta con el intérprete y de la unión de las cinco
surge el delirio. El trabajo corporal es excepcional, anticipando todas ellas
los movimientos que finalmente no sucederán con sus miradas y silencios.
Quizá la Agnes de Nora Navas sea la que
consigue con su actitud reservada y sigilosa mostrar el rompimiento interno con
mayor sutilidad, con una mirada luminosa y triste a la vez, esperanzada y
fracturada al mismo tiempo. Carlota Olcina comprende que Chris, a pesar de ser
la más joven, es la que menos ha vivido la juventud, siendo madre soltera en
este contexto. De la frialdad del principio la actriz nos mostrará todo el
proceso de manera inversa a las demás, recuperando el ánimo progresivamente. Su
interpretación es tan tierna como la promesa de la ilusión de su personaje.
Rose es la hermana que vive un poco al margen de las demás, debido a una leve
disfunción psíquica. Màrcia Cisteró mantiene un comportamiento creíble en todo
momento que consigue emocionarnos en su devenir hacia el final, consiguiendo
que veamos a través de sus ojos todo lo que ni siquiera se atreven a nombrar
las líneas de diálogo.
Mónica López destaca por su manera de decir el
texto y la capacidad para mostrarnos los miedos de Kate a través de su
expresión facial, así como la contradicción entre los movimientos de su cuerpo
(que luchará por liberarse de sí misma) y la inflexibilidad y rigidez de su
comportamiento. Asombrosa labor. No menos que la de Marta Marco. Maggie es
aparentemente un personaje que oculta tras su charlatanería un cierto
conformismo, pero la actriz consigue una interpretación emocionante tanto en
sus parlamentos como en sus silencios. La vitalidad con la que se relaciona con
el resto de los personajes y su última aparición invitan a perdernos en su
rostro y su mirada, indagando con ella en las profundidades de su personaje.
Impresionante.
Será el primer acto, con la famosa danza que
todas ellas nos mostrarán la necesidad de la catarsis. Pero no sucederá hasta
los últimos minutos del segundo, en el cierre de la obra, cuando todas y cada
una conseguirán con el gesto de una acción concreta que lleguemos al
deslumbramiento. Aquí veremos la verdadera danza que da título a la obra. La
plasticidad de este último momento es verdaderamente sobrecogedora.
A destacar también la traducción de Utzet. Más
allá del impulso que propician algunos detalles argumentales, el dramaturgo ha
conseguido transmitir una sensación de cercanía geográfica a nuestro aquí y
ahora sin modificar ninguno de los localismos (ni temporales ni geográficos).
DANSA D’AGOST, imprescindible visita. En la Biblioteca de Catalunya hasta el
próximo uno de mayo.
Crítica realizada por Fernando Solla
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