28 de gener 2006

Un western muy familiar

la vanguardia
28 gener 2006

JOAN-ANTON BENACH

Escena primera: un fotógrafo cuenta, horrorizado, la escena de un crimen descubierta por azar. Los asesinos asaltaron una peluquería y dejaron en el suelo a un niño acribillado a balazos. Se supone, digo yo, que la criatura no estaría muerta, puesto que no paraba de sangrar, pero al fotógrafo no se le ocurrió llamar a una ambulancia; al parecer, se quedó quieto como un pasmarote hasta que llegó la madre del niño, desesperada. Escena segunda: el pasmarote ha sido capturado por los asesinos que viven en una vieja caravana perdida en el Oeste americano. Ellos son un hombre y una mujer jóvenes y arruinados, sin ningún proyecto a la vista, sin apenas comida para prorrogar tres o cuatro días su precaria situación. Bonnie and Clyde en versión indigente. Ahí están, ocultos en el desierto, a la espera de que alguna circunstancia les ilumine un camino más o menos apetecible. El hombre resulta herido accidentalmente por la pistola que se le dispara a la mujer, y a partir de ahí la historia ingresa en el reino de la inmovilidad, la conjetura y el balbuceo. De pronto, todo se hace curiosamente familiar y, muy pronto, extrañamente enigmático. Bales i ombres se titula la obra, encargo del Teatre Lliure dentro del programa Autoria Textual Catalana. Aunque es un texto que ha contado con aportaciones diversas, lo firma Pau Miró (Barcelona, 1974), quien ha asumido, asimismo, su dirección. De entre los novísimos valores emergentes, Miró es de los mejor situados. Entre otras razones, porque cuando no escribe o dirige sigue en el métier como actor de teatro y televisión notablemente versátil. Pieza de un gran poderío secante, de una gran capacidad, quiero decir, para absorber signos y lenguajes que han dejado una huella profunda en el teatro de los últimos cuarenta años, Bales i ombres puede sugerir a más de un espectador la incómoda sensación de hallarse encerrado en la yerma habitación de los imitadores. Todo se hace familiar, digo. Sin duda hay más, pero se me ocurren tres grandes nombres, cuya influencia bailotea por las cuartillas de este texto. Hablo de Beckett, Pinter y Mamet. Tres cucharadas del primero, cinco del segundo, bastantes más del americano, con esa tensa violencia, siempre a punto de estallar en un alarido. Los asesinos y junto a ellos el forastero, el pasmarote maniatado hasta la última escena. Dos hombres y una mujer. Las situaciones aparecen como muy vistas. Las palabras, como muy oídas. Y surge el enigma. Inesperadamente, un niño se ubica en el lugar que ocupaba el prisionero. Despues manejará una pistola. Y al final aparecerá junto al fotógrafo para solicitarle el arma y cumplir su última venganza. La alegoría se instala en la pura ambigüedad, y la ambigüedad - la ausencia de axiomas y de discursos morales- es lo único que salva Bales i ombres de un aroma pretencioso que, sin ella, habría sido insoportable. La pieza es un estimable experimento, cuyo valor más destacado es la creación de unas atmósferas que surgen de contraponer el miedo, la angustia, el extravío de los personajes con la grandeza de los espacios naturales que sugiere la escenografía, con sus crepúsculos y sus noches claras. Las conciencias y el paisaje dialogan mediante unas luces que funden y se encienden, en un continuo e inquietante espasmo. La pieza ganaría mucho con una interpretación masculina más dúctil, menos mecánica. Mònica López, muy peleona, muy segura, evita que, por este lado, el experimento naufrague en la nada.

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