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23 febrer 2006
JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN
Hay muertos que nunca mueren, espectros contumaces que se obstinan en asfixiar la respiración de los vivos y lastran con su peso corrompido a las generaciones posteriores. Lavinia Mannon, la Electra imaginada por Eugene O'Neill, se lamenta de que los viejos fantasmas familiares cieguen cualquier posibilidad de escapar al pantanoso destino prefijado: es el fatum inapelable que el autor norteamericano tomó de nuestros abuelos griegos para presentarlo limpio del designio de los viejos dioses, pero amarrado al no menos viejo timón de las pasiones humanas. Las raíces de los territorios creativos de O'Neill se hunden en tumultuosas corrientes subterráneas que hacen que el latido de su obras se acompase con el de los grandes clásicos. Son esos ríos profundos en los que pervive el latido de la esencial religiosidad primitiva, ajena a los inconmovibles dioses del progreso; una pulsión instintiva a la que el autor se asoma en busca, como el mismo escribió, de un sentido para la vida y un consuelo ante los temores de la muerte.
En «A Electra le sienta bien el luto», O'Neill toma como falsilla la «Orestiada» de Esquilo y trueca la guerra de Troya por la de Secesión. En los años posteriores a la Primera Guerra Mundial la sitúa Mario Gas, quien, tras el formidable montaje de la trilogía esquileana que firmó en 2004, ha abordado esta tragedia familiar con unos presupuestos estéticos y conceptuales de gran coherencia estilística conjunta: si en la «Orestiada» el portalón del palacio de los átridas era un símbolo omnipresente de poder y permanencia, el umbral tras el que se cometían los crímenes ocultos por las discreción del autor a los ojos de los espectadores, ahora es la enorme puerta de la mansión de los Mannon la que domina el escenario.
Gas ha comprimido en poco más de dos horas lo que en una representación convencional de la obra-río de O'Neill podría durar al menos el doble. Se pierden tal vez referencias, pero el pulso trágico permanece intacto, servido en lonchas concisas, frías y certeras. Las viejas culpas familiares se suman a los crímenes del presente, con la sombra del incesto cerniéndose constantemente sobre los personajes, signados por la conciencia de una culpa imborrable que se perpetúa generación tras generación, como asume Lavinia cuando cierra la gran puerta y, como única forma de expiación, se entrega al destino de las estirpes condenadas a cien años de soledad. Emma Suárez, admirable en este papel, transita por la geografía de las pasiones llena de verdad, con solvencia de gran actriz; Eloy Azorín es un Orin/Orestes torturado y esquivo, extraviado en tormentas interiores. Y Maru Valdivielso, sugestiva y manipuladora, y Constantino Romero, siempre seguro, llenan su papeles, igual que los eficaces Bea Segura y Albert Triola, progresivamente contaminados por su relación con los Mannon. Por su parte, el gran Emilio Gutiérrez Caba solventa con sus tablas un cometido forzado y ancilar.
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