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17 de setembre de 2015
Juan Carlos Olivares Padilla
Qué lejos está en 'Caiguts del cel' la dirección de actores
de los mejores trabajos de Belbel
En el comedor réplicas de las sillas CH20 de Wegner. En el
salón un par de butacas Cisne de Hansen.
Elegante decoración con toques vintage de fans de la serie Mad
Men y el diseño nórdico. Tiene gustos exquisitos esta pareja formada por un
anestesista y una directora de un colegio de primaria, el matrimonio
protagonista de Caiguts del cel. Un hogar que huele a dinero mucho antes que
aparezca de la nada un billete de 100 euros y se rompa la armonía burguesa de
unos modernos acólitos de la gauche divine. Para que el marco socio-estético
sea perfecto falta que además luzca una lámpara de Moragas.
La glamurosa escenografía creada por Max Glaenzel es un
triunfo en solitario. Cuando esa visión de revista de arquitectura se pone en
movimiento se acabó la fiesta teatral, aunque el público acuda ilusionado a la
llamada de una comedia de "calidad", escrita por un autor francés
prestigiado, dirigida por un profesional de referencia e interpretada por dos
apellidos admirados del star-system catalán. Tanto y tantos para concluir
—después de aplauso y medio— que el decorado es realmente muy bueno. No sé sí
este punto ha quedado claro con suficiente prolijidad. Ahora el resto.
De Sébastien Thiéry. Versión y dirección: Sergi Belbel.
Intérpretes: Emma Vilarasau, Jordi Bosch, Carles Martínez y Anna Barrachina.
Teatre Condal, Barcelona, 14 de septiembre.
El texto de Sébastien Thiéry —escrito a mayor gloria del
actor Pierre Arditi— peca de ambición. Lo que podría haber sido una discreta y
funcional comedia de bulevar se pierde en el laberinto del teatro del absurdo.
No es fácil seguirle la lógica a Ionesco. Y la tiene. Tampoco el maestro
Feydeau descubre al primero que pasa el secreto del éxito de sus farsas y su
vértigo de improbabilidades. No es, aunque lo parezca por momentos, una versión
cómica de Caché de Haneke, ni una adaptación aún más angustiada de Misterioso
asesinato en Manhattan de Woody Allen. Apunta a mucho y acierta en casi nada.
Quedan entonces un par de divertidas escenas de comedia
doméstica que se elevan del resto de la obra por la aparición de un personaje
roba-escenas: la criada.
La tensión cómica entre señores y el servicio siempre
funciona, tanto si es una bonne española o una interina ucraniana. La
procedencia eslava —la aportación más destacada de Sergi Belbel— ofrece además
el inesperado regalo de un hilarante diálogo inspirado en el don de lenguas de
los apóstoles. Dos escenas en las que Anna Barrachina deja en evidencia (a su
favor) el descontrol interpretativo de Jordi Bosch y Emma Vilarasau, aunque él
se agarre al salvavidas de una innegable vis cómica. La intervención de Carles
Martínez es tan intrascendente como su personaje.
Qué lejos está la atropellada dirección de actores de los
mejores trabajos de Belbel. Qué distancia entre esto y su pasado mimo con
Jardiel Poncela. ¿Se dio cuenta Thiéry de la sal gruesa que cubría su obra? El
autor salió a saludar. Esta vez vestido.
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