'En la soledad de los campos de algodón', de
Koltès, vuelve a la escena, en Barcelona
Vuelve la voz inconfundible de Bernard-Marie
Koltès, como un cometa que cruza de nuevo, con este texto tan bello como su
título, En la soledad de los campos de algodón, por primera vez en el Teatre
Nacional de Catalunya (TNC), en versión catalana de Sergi Belbel. Andreu Benito
es el dealer e Ivan Benet el cliente, a las órdenes de Joan Ollé. Dos hombres
cara a cara, tentándose, justo antes del enfrentamiento. La primera pregunta
suele ser: ¿por qué esa alta retórica, entre Racine y Marivaux (y Genet, que ya
abrió esa puerta ceremonial), en una pieza contemporánea? Posible respuesta, en
boca de Chéreau, que la dirigió tres veces: “Hay que avanzar disfrazado por el
desierto de los sentimientos”. Retórica helada para cubrir, quizás, una
ardiente zarza de deseos. O su ausencia. O el miedo al dolor de ser rechazado.
En su primera versión (Nanterre, 1987), Isaak de Bankolé, el dealer, era como
aquel gigante vudú de ojos fríos que aparecía en un cruce de caminos en Yo
anduve con un zombie, de Tourneur. Dos años después, en Aviñón, Chéreau lo
interpretó como un zorro astuto y turbio.
Hay en el texto un pasaje lorquiano hasta el
tuétano, palpitante de dolor y nada, culminado por un sollozo irremediable
Andreu Benito me recuerda a Brando en El
último tango en París, cuando bajaba a la calle para aullar bajo el puente del
périphérique porque ya no podía más. Un hombre inquietante y frágil, de ojos
húmedos y tristes. Nunca acaba de quedar claro si ofrece o pide fingiendo
ofrecer. Tiene algo de figura paterna, sobre todo al verle junto a Ivan Benet.
Hay una dulzura fatigada en la sinuosidad de su discurso. Hay también amenaza,
pero más que dealer parece otro cliente perdido en la noche: quizás, ya digo,
sea ese el juego del personaje o su verdad profunda. Benito hipnotiza con su
calma y su hermosa voz grave, pero diría que en algunos pasajes está un poco
forzada hacia lo alto, como si le faltara aire, como si ese magma de palabras
aún no se hubiera adensado del todo.
Laurent Malet interpretó al cliente como un
punkie electrizado por el miedo, y luego Pascal Greggory fue un dandi
melancólico y terminal.
Ivan Benet es una fiera. Tiene la mirada de un
iracundo dios hindú y exhala un vigor verbal claro y brioso, moviéndose al
ritmo de su cuerpo, un cimbreo de bailaor gitano. A la salida alguien me dijo
que era una obra oscura. Respondí que el deseo tiende a serlo. Un cliente que
quizás ya no desea nada o no sabe cómo pedirlo, un dealer exhausto que tal vez
no tenga mercancía que vender. Más preguntas: ¿por qué no escapa el cliente?
Quiere quitarse de encima al dealer, dice que está de paso, pero sigue allí.
¿Hay una sola voz, un desdoblamiento? ¿La voz que quiere tocar una mano en la
noche, la voz que quiere escapar pero es retenida?
El suelo no para de moverse bajo sus pies, los
nuestros. Sebastià Brosa ha plasmado brillantemente ese concepto, en la línea
de otro montaje de Chéreau: la balsa de I am the wind. Aquí el escenario hace
pensar en la cubierta de un carguero agitado por el oleaje de un mar invisible.
Y arriba, el cielo como un espejo oxidado que desciende a la manera del techo
carcelario de Estricta vigilancia, de Genet.
¿Es una historia homosexual? No estoy seguro.
No necesariamente, pero el sexo está ahí
Vuelvo al texto. ¿Es una historia homosexual?
No estoy seguro. No necesariamente, pero el sexo está ahí. Y la muerte, quizás.
La inmolación, como Jerry en la Historia del zoo, de Albee. Dice el dealer, en
frase reveladora: “Ha venido hasta aquí, entre la hostilidad de los hombres y
los animales rabiosos, sin buscar nada tangible, como quien quiere que le
asesinen a saber por qué oscuro motivo…”. El texto me lleva a Lorca, quizás
como nunca antes. Al destello nocturno del Diálogo del amargo: la naturaleza
del cuchillo. Y a la danza eternamente esquiva de Pámpanos y Cascabeles en El
público, como me recordaba Ollé. Hay en En la soledad de los campos de algodón
un pasaje lorquiano hasta el tuétano, palpitante de dolor y nada, culminado por
un sollozo irremediable. Dice el cliente: “Intente atraparme: no lo logrará.
Intente herirme, y cuando brote la sangre será por ambos lados, y la sangre nos
unirá como dos indios a la vera del fuego, intercambiando su sangre entre
animales salvajes. No hay amor, no hay amor”. Tres veces sangre, dos veces
vacío. ¿Quién gana?
Excelente montaje, con algunos gestos
redundantes: el cliente girando (brevemente) en torno al dealer, como si las
frases no girasen lo bastante. Y algunos gritos innecesarios en el tercio
final, quizás para cubrir los ruidos de la maquinaria. Celebren el ardor de
Koltès, tan necesario.
Les propongo también otro viaje, otro paisaje:
L’hostalera, de Goldoni, en la cripta de la Biblioteca de Catalunya. Brisa
italiana, manteles a cuadros, feliz música de los cincuenta, rigatoni en el
intermedio, y la gracia y el encanto de Laura Aubert, David Verdaguer, Júlia
Barceló, Javier Beltrán, Jordi Oriol, Alba Pujol y Marc Rodríguez. Al espectáculo
de Pau Carrió aún le falta algún ajuste de ritmo, pero eso es cuestión de días.
Una fiesta, una auténtica delicia, con llenos diarios. En breve se lo cuento.
Publicat per
MARCOS ORDÓÑEZ
Representación de 'En la soledad de los campos
de algodón' en el TNC. DAVID RUANO
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